Sana
Columna de María Paz Rodríguez (@soylaro), autora de la novela Mala Madre y El gran hotel.
Por María Paz Rodríguez
Paula.cl
Hace cinco años, y después de muchos exámenes y síntomas, me diagnosticaron una rara enfermedad llamada colitis ulcerosa. Fue justo antes de casarme cuando me dijeron que mi vida, de ahí en adelante, tendría un antes y un después. Y ese después, que es el que me interesa relatar aquí, fue interrumpido por crisis severas, en las cuales la inflamación intestinal produce úlceras, las úlceras sangre, y la sangre, dolor y mucha angustia. Y digo angustia porque de todos los doctores que fui —muchos, demasiados— la única sugerencia que recibí, la única forma de sobrellevar esta condición, era a través de elevadas dosis (6, 8 hasta 20 pastillas llegué a tomar en los días malos) de un remedio a base de mesalazina cuyo precio en farmacias no baja de los $ 90.000 y que, he investigado, tiene varios efectos secundarios. Según los doctores, hasta el día en que me muriera tendría que tomar esta droga, inclusive en mis embarazos o en otras enfermedades. En un buen día, la dosis era dos pastillas en la mañana antes del desayuno, dos antes de almuerzo, dos en la noche, sin excepción. Ningún doctor me dijo que la dieta era fundamental para sobrellevar esta condición. No veían la relación entre la comida y la inflamación intestinal. Raro, pensando que por ahí pasa esa misma comida digerida.
Busqué en la medicina antroposófica, en los imanes, en terapias alternativas de distinta índole, lo que la medicina tradicional no me daba, pero nadie sabía mucho de esta enfermedad. Y me acostumbré a que cuando venía una crisis, solo había que subir la dosis de las pastillas y esperar, por semanas, a que pasara la tempestad.
Escéptica
Creo que con los años me he puesto más escéptica. Con suerte creo en los árboles y en las pocas personas que todavía tengo alrededor. Y digo esto porque parte de lo que me pasó este año tiene relación con la fe y con entregarse. En mayo me vino una de mis crisis que duró más de lo normal, tanto así que llegué a tomar hasta 20 pastillas al día. Por coincidencia, en un cumpleaños, me encontré con una amiga llamada Camila quien me contó que se había hecho un tratamiento de medicina holística y que le habían curado el Crohn. Sí, el Crohn, esa otra enfermedad prima hermana de la mía, que tampoco tenía cura y que se trata con el mismo medicamento que la mía. Me contó un poco en qué consistía lo que había hecho y qué esperar, y yo asentí, sin mucha intención de hacerle caso. Pero pasaban las semanas y la crisis seguía y seguía, y las palabras de mi amiga Camila quedaron rebotando en mi pared mental, como ecos, durante esas mismas semanas. Hasta que un día me decidí a que me hicieran un diagnóstico. Era gratis, decía en la página web. No podía ser tan terrible, me dije, y partí. El centro se llama Pachamama Omm. Sí, tal como escucharon. Y con ese mismo escepticismo, fui y analicé el lugar, la gente que atendía, lo que vendían ahí adentro. Todos me preguntaron cómo había llegado y yo repetía el nombre de la Camila como una clave secreta que me permitía el ingreso a ese otro mundo que habitaban los pacientes que esperaban conmigo; gente que entraba y salía del lugar como de su propia casa, saludaban a las encargadas por su nombre y de abrazo, y compraba los productos de la misma marca que el nombre del centro.
Esa misma tarde, Sonia, la doctora, se presentó como naturópata, quiropráctica e irióloga, y me miró la lengua, el iris y me examinó el cuerpo lento, con tiempo, susurrando algo en voz baja, como si le estuviera preguntando a mi colon, su historia, dejándome fuera de la conversación. Luego me explicó con palabras difíciles y conceptos que yo desconocía lo que me pasaba. Según ella, lo mío no tenía que ver con mi intestino, aunque sí, el intestino era una especie de chivo expiatorio de los pecados de todos mis otros órganos. “Tienes inflamado hasta el cerebro”, dijo ella. “Estás llena de sedimentos, de hongos y de parásitos”. Y mientras Sonia hablaba, yo la observaba en mute. No quería entenderle. Solo quería que me dijera si tenía arreglo y cuánto me iba a costar, como si mi cuerpo se tratara de un auto. Y eso fue lo único que le pregunté, el precio, si ella creía que me podía sanar y la duración de todo el proceso. A lo que ella contestó que claro que iba a resultar, como si se tratara de mejorar un resfrío. “La semana pasada di de alta a otra chica que tenía colitis ulcerosa como tú. Eso sí, este tratamiento depende en un 90% de ti y tu voluntad. La idea es que cambies tu forma de vida, tus hábitos”, me dijo ella. Insisto, apenas creo en lo árboles y en una que otra persona, pero ese día quise creerle a esta mujer. Y me entregué, pagué y empecé.
Isla
Durante dos meses hice un détox profundo. Tuve que cambiar todo lo que comía, mis hábitos, mis horarios, mis salidas. En la mañana, dependiendo de la dieta, tuve que tomar distintos brebajes: limón para alcalinizar, vinagre para limpiar, sangre de grado con cúrcuma para las úlceras, batidos verdes, rojos, amarillos para distintos propósitos. “Quiero creer”, me repetía cada mañana cuando veía que, a pesar de todo lo que estaba comiendo, o dejando de comer, la crisis no bajaba. Mi cuerpo y yo estábamos peleados. Mi cuerpo todavía no entendía lo que yo estaba haciendo con él y me pedía un pedazo de chocolate después de comida, mi pan con mantequilla por la tarde, mis quesos de aperitivos. Mi cuerpo no se acostumbraba a no tomarse las seis piscolas o cervezas o copas de vino que me tomaba antes, cada vez que salía. Mi cuerpo no se acostumbraba a no tomar los litros de té verde y a no comer las carnes rojas del fin de semana o la comida aliñada de los restoranes. Todos los alimentos de las dietas que Sonia me daba tenían un propósito. Ella dice que la comida es la medicina del cuerpo, y aunque me costó mucho creer en esto, acostumbrada a que una aspirina o un antiinflamatorio solucionen rápido lo que molesta, tuve que hacerle caso. Cada 20 días me cambiaban la dieta, los brebajes, las homeopatías y vitaminas. A la vez que fuimos bajando las dosis de mesalazina. Y al bajarla, para mi sorpresa, no aumentaba la crisis. Pero tampoco disminuía.
Ir al supermercado era un suplicio porque casi todo lo que venden tiene azúcar añadida, gluten o alguna forma de lácteo. Y, a medida que pasaban los días, del détox me empecé a sentir sola. Vivía en una isla; en una especie de cárcel alimentaria que no permitía moverme con naturalidad por ninguno de los lugares a los que iba antes; dejé de ver a ciertas personas, durante muchos fines de semana me quedé encerrada leyendo o escribiendo, para no tentarme con la comida o el trago. No diría que me sentía feliz. Y ni cerca de estar sana. Faltaba algo. Me sentía estafada, tonta. Y, a pesar de que tenía ganas de mandar todo a la mierda, seguí. No tenía alternativa. Si renunciaba al tratamiento, solo me quedaba una caja con cinco tiras de remedios esperando en mi velador; una caja de mesalazina que me guiñaba el ojo cada noche en que seguía sangrando, inflamada. No tenía opción, había que seguir.
Ojo que las dietas son la primera parte del tratamiento, y lo que marca un antes y un después es la purga. “Te tengo que purgar ese hígado y ese riñón”, me dijo Sonia el primer día. Faltaba eso, me decía yo. Falta eso, poniendo lo que me quedaba de fe, ahí.
Purgando
La semana después de mi cumpleaños me hice mi primer lavado de colon. No voy a describir aquí lo que se siente, porque los que se lo han hecho saben de lo que estoy hablando y para los que no, NO duele, pero es raro, intenso, profundo como el intestino. Hasta que termina y uno se siente con una energía especial. Recuerdo que ese día me quedé trabajando hasta tarde en mi nuevo libro, sin sueño ni cansancio, como si me hubieran sacado un cuerpo de encima.
Al día siguiente tuve que hacer una purga; tomar una botellita mediana de aceite de oliva extra virgen y permanecer en ayunas durante un día. La sensación es de asco, de querer vomitar y que toda esta pesadilla pase rápido. Recuerdo que ese día y por consejo de Sonia, medité. Medité para curarme. Medité para que ese cuerpo que me habían arrebatado hace cinco años; esa salud que era mía, volviera. Me dije, me prometí ahí, en lo más profundo, ser otra. Cambiar. Perdonar mi cuerpo, perdonarme por haberlo enfermado así. Adaptarme. Cambiar. Ese día boté piedras de colores. Piedras alojadas en el intestino, en la vesícula y en el hígado. Piedras verdes que parecían extraterrestres dentro mío y que me dejaban ir. Me abandonaban para colonizar otros cuerpos. Ese día quise cambiar y cambié.
Vino otro hidrocolon al día siguiente de la purga. Y otro, dos días después. Tras casi cinco meses, amanecí sin crisis después de este tercer lavado. Número de pastillas: dos, oficialmente la dosis más baja que he tomado nunca.
Creer
Llevo casi cuatro meses de tratamiento. Me han hecho terapias con ozono, cinco lavados de colon, drenajes linfáticos, reflexología, ventosas, masajes, acupuntura, inyecciones con vitaminas. Diría que lo que me estaban curando era lo que me provocaba el síntoma, no el síntoma mismo, como lo hace la medicina tradicional. Y este proceso es lento, el cuerpo se toma su tiempo. Pienso que lo que hace Sonia en el centro Pachamama Omm es una medicina holística, distinta a todo lo que he probado, ya que incluye distintos tratamientos que, combinados, sanan no solo la parte infectada, sino la totalidad del organismo. No sé si es la medicina del futuro o del pasado, pero funciona. Me sanaron una colitis ulcerosa. No estoy tomando ningún remedio, salvo las vitaminas y homeopatías que me dan en el centro. Me hago el tiempo para cocinar toda mi comida. Me hago hasta el pan. No consumo nada procesado, dejé un montón de cosas y abracé otras. Intento estar tranquila, no excederme y, aunque suene fome, me siento feliz; por fin, más en paz con mi cuerpo. Y tengo una relación nueva con él, no lo ataco, no lo cargo más de la cuenta. Estoy atenta a sus síntomas y trato cualquier dolencia con plantas, ejercicios especiales, remedios caseros. Entiendo que todo lo que he aprendido a comer será mi nueva vida. Aún no me dan la dieta a permanencia y, aunque progresivamente me han incluido más alimentos, tengo prohibidos los lácteos, las azúcares refinadas, las harinas blancas, las carnes rojas, la carne de cerdo, las frituras. Debo tomar solo agua filtrada y cocinar todo con aceite de coco.
No intento ser la policía de la comida de los otros, tampoco mía, porque lo que creo que cambió fue decirme que, de ahora en adelante, tendré conciencia de lo que hago, lo que como, lo que siento, porque ahí está la clave de mi salud. El resto es tiempo y nuevos hábitos. El resto es estar como ahora, sana.